Oscar Alcaide

Los casos de corrupción urbanística parecen extenderse por toda la geografía nacional como si de una epidemia se tratara. La ya tristemente famosa “Operación Malaya” fue la primera en abrir la espita y ahora se han sumado ya dos casos más: el del municipio madrileño de Ciempozuelos y el del canario de Telde, uno gobernado por el partido socialista y otro por el partido popular.
El hecho de que estos municipios cuenten con regidores de distinto signo político nos lleva a pensar que las irregularidades a las que nos referimos no son privativas de una u otra ideología. No se trata de una cuestión política, sino que la materia que nos atañe en esta ocasión es más bien una cuestión moral. Las dificultades financieras a las que se enfrentan los ayuntamientos son de sobra conocidas. De hecho, con la recaudación obtenida a través de impuestos no se alcanza a cubrir siquiera los gastos corrientes. En estas condiciones el recurso a las comisiones se convierte en una tentación demasiado apetitosa como para pasarla por alto.
Sin embargo, son muchos los trabajadores que en nuestro país se enfrentan a problemas cotidianos para llegar a fin de mes, muchos los que podrían acceder a mejores condiciones si fuesen menos profesionales en sus respectivos puestos de trabajo. Si es exigible la responsabilidad y la honestidad para ellos, con mayor motivo debería serlo para aquellos que nos representan en las instituciones, que independientemente de su filiación política deberían tener una actitud modélica para sus conciudadanos.
Mientras la sociedad española se debate en la búsqueda de culpable, la imagen del país empieza a verse resentida. Es cierto que generalizar siempre trae consecuencias negativas, pero también es indudable que el daño ya está hecho. Días atrás la organización no gubernamental Transparencia Internacional presentaba su tradicional informe anual sobre la percepción de la corrupción en el sector público, y nuestro país retrocede cinco décimas en los últimos dos años y vuelve al puesto de 1999.