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Septiembre, ese mes cruel

Ha llegado septiembre y parece que hubiéramos sacado a Sartre de la tumba para repetir con él, o por él: “El hombre, esa pasión inútil”.
Los telediarios no dejan de hablar de la depresión que nos embarga después de las vacaciones.
Lo que no dicen es que muchas veces ese estado triste del alma se debe precisamente a lo mal que lo hemos pasado en julio y en agosto. ¿Saben que la cifra más alta de divorcios se produce después de vacaciones? Y no es porque haya que pagar las facturas de las copas y las juergas del verano sino porque muchas parejas descubren que no pueden vivir sin los pretextos del trabajo, el estrés, las cenas de negocios y otras excusas para reducir al mínimo el tiempo de la convivencia.
Cuando las trampas de nuestra vida desparecen nos damos cuenta de que no nos queda nada más allá de una pequeña sociedad anónima con la que pagar las facturas y declarar a Hacienda ¿Qué tiene el verano que nos deja tan exhaustos?
Reniego de septiembre, no del tiempo en sí sino de la mitología que se ha creado en torno a estos días. Primero nos dirán que estamos deprimidos, y luego nos darán los motivos con los que justificar esa depresión.
La vuelta al colegio es dura, pero no menos que la que sufríamos cuando existían los exámenes de septiembre y la palmeta gobernaba en las aulas con un dolor agudo. Entran de nuevo en liza los agoreros que anuncian un curso político cargado de tralla y de grandes batallas políticas que provocarán enormes convulsiones.
El teatro nacional se ilumina cuando las radios hablan de las luchas fratricidas entre los partidarios de Alberto Ruiz Gallardón y los de Esperanza Aguirre, y los que interpretan la última crisis de gobierno como un síntoma de impulsos agotados. ¡Qué pereza! ¿Qué hemos hecho de septiembre? Una ruina, un vertedero.
Tampoco agosto es lo que fue, y el Baden Baden de Madrid se esfumó y ya es sólo una figura literaria que hay que explicar en los comentarios de texto de los cuentos de Aldecoa.
Siento envidia de otros tiempos en los que los meses de vacaciones eran dos: agosto porque la vida en la capital era dulce y noctámbula y trabajar en aquel mes era un engaño que les colábamos a los que se iban de veraneo, y septiembre que era cuando el viaje salía barato, las playas estaban desiertas y no había competencia sexual.
Llegan los diarios, ávidos de novedades. Decía Borges que esta profesión nuestra del periodismo se basa en la falacia de pensar que cada día pasan cosas nuevas, cuando no es cierto. Septiembre es el mes en que mejor escenificamos esa farsa.
Y a pesar de todo, hemos vuelto a zapear en la radio y a abrir los diarios, como si fuera verdad que esta vez todo va a ser diferente. Se equivocó Elliot, no es abril el mes más cruel.
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