www.euroinmo.com

PARA GOURMETS

Arturo Ruibal

El libro, publicado por vez primera en 1951, causó sensación: fascinada con Adriano, la escritora Marguerite Yourcenar había comenzado en 1924 a trabajar esa biografía, la había abandonado algunos años después y no había vuelto a ella hasta que en 1948, tras una larga época de vacío creativo, descubrió entre viejas cartas una encabezada por un enigmático “querido Marco”. El destinatario era Marco Aurelio, sobrino de aquél Adriano que la había obsesionado en su juventud, y su reencuentro con el viejo empeño fue para la autora un revulsivo: retomó aquél trabajo y ya no se detuvo hasta terminar la peripecia vital del emperador que en el siglo II amaba la belleza pero no la guerra, aunque la hiciese por exigencias del poder, y que desde su villa de Tivoli, viendo ya cercana la muerte, recuerda sus pasiones en un ejercicio deslumbrante de literatura.

Más de una vez ha confesado Yourcenar que hacia 1927 encontró entre la correspondencia de Flaubert una frase inolvidable: “cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”. Ahí es nada: el hombre solo frente al Universo, sin apoyo alguno. Ese fue el tiempo de Adriano, el que la autora retrata, el que la adaptación teatral de Jean Launay conserva, el que la dirección de Mauricio Scaparro ve con una cierta perspectiva al introducir elementos, reflexiones, que en momentos parecen situar al personaje entre nuestros contemporáneos. ¿Cómo afrontar la adaptación teatral de una novela extensa? Había un camino evidente: mantener la primera persona, el recitado del protagonista, e ilustrar lo que cuenta con otros personajes, un poco al modo del corifeo y el coro del teatro griego; y había otra posibilidad, la de crear un desarrollo teatral en que viésemos al protagonista “vivir” su vida, no recordarla, pero esto sería un empeño difícil de lograr y, en todo caso, alejaría el resultado del texto original. Los adaptadores, con sentido común, optaron por la primera vía. Necesitaban, claro es, un actor especial, capaz de mantener embebidos a los espectadores durante toda la función y de transmitir la humanidad de quien habla, no como el dios que ha sido, sino como el moribundo que repasa su vida, como el viejo amante que sólo puede ya gozar con el recuerdo. Y hallaron dos nombres que irán unidos a esta obra de por vida: Giorgio Albertazzi, que la representó en Villa Adriano, de Tivoli, morada que fue del emperador; y José Sancho, que fue Adriano en el Festival de Mérida y en el Grec barcelonés, que ahora muestra en Madrid una madurez interpretativa nada fácil de alcanzar.

Como un torrente van cayendo sobre los espectadores las palabras, bellísimas, del texto; palabras que Sancho modula, que mima, en un recitado continuo, casi sin detenerse; mientras le escuchaba, trataba yo de imaginar cómo diría esas frases un Rodero, un Olivier, y creía escuchar más pausas, dejando más aire entre dos parlamentos. Pero el modo de Sancho es deliberado, recitando casi como un oratorio íntimo para despojar a su personaje de ampulosidad, y logra transmitirnos tal humanidad que ése es probablemente su mayor mérito. Cuesta imaginar que aquél “Estudiante” del Curro Jiménez televisivo haya llegado a esto, aunque por el camino haya intervenido en unas cincuenta obras teatrales, casi cien películas y más de doscientas apariciones en televisión, además de recibir un goya por “Carne trémula”. Junto a él, en un segundo plano que les deja asomar cuando el emperador se sienta para recuperar fuerzas, brillan nombres como el de Joan Boix en Antinoo, el joven amante de Adriano; Boix es un magnífico bailarín que ha trabajado con coreógrafos como Roland Petit y otros laureados, que ha obtenido en Alemania, Francia, Reino Unido, Japón y República Checa triunfos importantes. Otro nombre es Estela Plantón, aquí la voz de la memoria, que formó parte del grupo de fusión Algarabía y canta en escena hermosos aires flamencos supuestamente romanos (que no lo son, claro). Lola Moltó es Plotina, la mujer de Trajano, que ha representado varias obras de Darío Fo, Sanchís Sinisterra y otros ilustres en teatros de la Comunidad Valenciana. Juan Mandli en Olimpo, Juli Antoni García en el papel del instructor griego de Adriano, Ana Conca en Sabina y Fran González en un Adriano joven: ellos y los anteriores obedecen la batuta de Mauricio Scaparro, cuya presentación es obvia, pues ha sido director del Teatro de la Bienal de Venecia entre 1979 y 1982, director adjunto del Teatro de Europa, director del Teatro de Roma, creador y director en Paris del Théâtre des Italiens (allí le vimos dirigir a Claudia Cardinale en La Veneciana, de un autor anónimo del XVI), etcétera; en Madrid dirigió un Don Juan de Zorrilla con la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Ha sido y es un habitual en los mejores festivales internacionales, estudioso de la obra de Pirandello, Brecht, Goldoni y gente así.

Con semejante equipaje llega Scaparro a la obra de Yourcenar. “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño.” El director despoja de agonía al personaje (sesenta años de entonces, incapaz de sostenerse sobre sus piernas) y le otorga una serenidad, una aceptación de lo por venir que, si cabe, le dignifica todavía más. Fue protagonista absoluto de una época próspera, el gran emperador de la “pax romana”, pero ante nuestros ojos es sólo, y nada menos, un hombre que hace balance de su vida con la enorme altura literaria que la autora supo darle: bellas palabras, el antiguo y casi olvidado reino del teatro; al que, por cierto, tanto amó.

Merece aplauso el apoyo de la Administración valenciana a este tipo de espectáculos, tan alejados de la moda y por eso condenados a ser saboreados por una minoría, por los gourmets.
¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios