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Consuelo

Así se llama, aunque desde hace ya unos años tiene el nombre extraviado en un dolor hondo, abierto, en una llaga abismal, no más
grande que su dignidad, donde es imposible encontrar sosiego. Esta semana se ha tenido que sentar a tan solo unos metros de aquellos que como decía Shakespeare le quisieron arrebatar la identidad que nos distingue de las bestias.

Graben esa imagen en su mente. No olviden la actitud de los pistoleros que contaron tres días antes de asesinar a sangre fría a
un inocente.

Consuelo es la madre de Miguel Ángel Blanco. La Audiencia nacional ha abierto el juicio contra los acusados de aquel crimen execrable que provocó la gran rebelión moral de la sociedad española. También en el País Vasco, donde un Ardanza enardecido por
aquella marea ética que afloraba espontánea encabezó alguna manifestación en las puertas de Ajuria Enea.
¿Qué queda de todo aquello?
Contempladas las primeras horas del proceso, se constata que la gélida indiferencia de los asesinos frente al dolor humano sigue intacta.

Viendo, con una incómoda repugnancia, la actitud de ese individuo apodado Chapote, uno no se imagina que algún día se lleguen
a preguntar cómo pudieron vivir como si todo esto fuera normal, consecuencia de la lógica, hechos derivados de un conflicto. Siguen
a años luz del enorme dolor que han provocado, en el otro extremo del abismo, donde no se conoce la humildad del perdón.

La escena de la Audiencia, con el afecto exterior de un pueblo que ampara a las víctimas, y la prepotencia desafiante de los verdugos, sitúa con precisión la geometría del llamado proceso de paz.

No es posible mirar a los ojos de quien está convencido de haber atravesado una leyenda de honores militares cuando acumula un inmenso historial de crímenes, violencia, extorsiones, sangre, indiferencia, odio y desprecio por lo más elemental de nuestra condición humana. Ni en el proceso de Nuremberg, ni en el juicio contra Eichman, ni en las vistas contra la mafia siciliana
o los pistoleros de las Brigadas Rojas hemos visto esa actitud, esa voluntad de continuar matando, esa fatua confirmación,
ese orgullo de sentirse culpable.

El espacio necesario para escucharla voluntad de rendición de Eta está limitado por la sencilla dignidad de una madre que se enfrenta de nuevo al dolor del recuerdo, con la zozobra de volver a pasar un segundo calvario: el de la convivencia, como en el caso
de Pilar Elías, con quienes le robaron la vida de su hijo.

Estoy seguro de que todos estamos del lado de Consuelo, y de que en este proceso abierto que provoca tantas inquietudes,
tantos temores, tantas preguntas, ella, como el resto de las víctimas, deben encontrar el descanso de un perdón que sólo puede llegar a través de la justicia. Todos queremos la paz, pero la paz no existe si esta mujer no encuentra el consuelo de una victoria moral y de una reparación judicial.
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