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Tan cerca del cielo y tan lejos de Dios

Pocos lugares están tan cerca del cielo y tan lejos de Dios. No hay que ser un lince para darse cuenta de que la Divina Providencia no vela mucho por Bolivia y los sufridos bolivianos. Ni en el siglo XIX, cuando se metieron en guerras con los chilenos y perdieron la salida al mar, ni a principios del XX, cuando Brasil les compró un pedazo de territorio y Paraguay les quitó otro, ni en los años sesenta, cuando al Che Guevara le dio por irse a Bolivia a organizar la revolución mundial, ni ahora, que han descubierto inmensas reservas de gas y no saben cómo administrarlas.
Es un país al que le tengo cariño. Cuando empezaba en esto del periodismo y trataba de consagrarme como reportero de guerra, caí por allí y, en el breve plazo de unos meses, asistí a tres golpes de Estado, dos asesinatos políticos y varios cortes de carreteras. Era la época de Hernán Siles Suazo, Walter Guevara Arze, Lidia Gueiler y militares como Natush Busch, García Meza, Celso Torrelio o Guido Vildoso.

De aquellos tiempos, en que me movía contando cada dólar y pernoctaba en pensiones de mala muerte con ducha colectiva, se me quedó grabado la pequeñez del hemiciclo del Congreso, que la sede de la presidencia se llamase Palacio Quemado y la cuesta revientacaballos que había que subir para llegar a la plaza donde se cocía todo. También lo educada que era la gente y que las vendedoras te llamaran “caballero”. Casi todo eso sigue igual. Lo de los militares no. Si algo choca en la crisis de estos días es la actitud expectante de los uniformados.

Es probable que abunden en los cuarteles los partidarios de meter en vereda a los alborotadores, pero los generales bolivianos saben que el horno regional no está para bollos golpistas. No sólo porque la comunidad internacional, encabezada por los países latinoamericanos, les condenaría al aislamiento. También, y sobre todo, porque no hay entre los agitadores, ni en las bancadas del Parlamento, ni en los consejos de administración, ese imprescindible complemento de civiles militaristas, sin el que no prospera golpe alguno. Y eso les condena a encerrarse en sus cuarteles, desde donde asisten estupefactos al espectáculo de un presidente que dice que se va porque está harto, de una policía impotente, de una embajada de Estados Unidos que recomienda a sus ciudadanos no acercarse y a unos dirigentes que no saben cómo salir del atolladero.

Acaba de anunciar su renuncia Carlos Mesa, pero sólo hace año y medio que salió por patas del Palacio Quemado el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. También tras una oleada de protestas, cortes de carreteras y el consiguiente desabastecimiento de los mercados de La Paz.

Bolivia, cuyo primer presidente fue el libertador Simón Bolívar, no tiene ni salida al mar ni salida política. Y como telón de fondo, los hidrocarburos. Hasta hace tres décadas, la maldición de Bolivia fue depender en exclusiva del estaño. Ahora, por paradójico que resulte y por altos que estén los precios en el mercado mundial, el drama puede ser depender del gas. Han descubierto reservas inmensas y la multitud exige que se nacionalicen. Los hambrientos no se conforman con que se grave con onerosos impuestos a empresas como Repsol. Lo quieren todo, y se olvidan de que cada vez que un país pequeño y pobre como Bolivia se mete en pleitos con las multinacionales, acaba trasquilado.
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