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Las dos vidas de EA y ARG

Desconozco si Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón se asomaron en sus lecturas de jóvenes universitarios a los conflictos entre el ego y el yo que
tanto juego dieron a Sigmund Freud y a toda la Escuela de Viena, hasta llegar a Wilhem Reich y su función del orgasmo, que tiene una buena aplicación en la estructura del poder con su llamada erótica. Esa pulsión del cuerpo que tantas mentes y tantas veces ha oscurecido.



Y desconozco si en su hoy de adultos la eterna disputa entre el generoso y reservado yo que portamos dentro, y el mundano y expansivo ego que mostramos a los que nos rodean como una suerte de escudo y portavoz interesado, les sigue causando problemas en el ambicioso camino que se han trazado.



Creo que sí, y me baso para esta afirmación en el comportamiento público de ambos, distintos en su expresión pero cargados del mismo simbolismo que tan bien dibujara Jung, reflejo del conflicto personal en el que viven atrapados. La careta de sus deseos y renuncias más personales convertida en el rostro de una sonrisa, de un apretón de manos, o de una coquetería en el vestir.



La presidenta es una mujer audaz, aparentemente despreocupada en lo que dice o hace en un momento determinado y de las repercusiones que causa, capaz de lanzarse a tumba abierta en una frase para luego dejar que se diluya en el transcurso de los días hasta el aparente olvido. Bien casada - en la mejor de las acepciones de la frase dentro de la alta burguesía madrileña – y bien educada siente una irrefrenable pasión por el marujeo popular, de ahí su buen enganche con el extrarradio de la capital y su capacidad para sentarse a conversar con los vecinos del más pequeño de los pueblos mientras se fuma un puro y se toma un café vestida de Prada.



Esperanza se ha construido una vida política a base de esfuerzo, dureza, olfato, suerte y desparpajo. Se ha hecho líder y se ha convertido en un referente dentro del PP, con proyección nacional. Con la misma facilidad con que aparentemente “mete la pata” en un asunto de tanta trascendencia para los suyos como el del gobierno de Navarra, se olvida del tema y pasa a lanzar una Ley de Modernización del Gobierno y la Administración de la Comunidad de Madrid, que es un gigantesco cajón de sastre en el que cabe de todo, y que a semejanza de las leyes de acompañamiento de los Presupuestos anuales, sirve lo mismo para un
roto que para un descosido.



Si desde la cúpula del PP le cortan las alas en un tema que pone en peligro la estrategia estatal de acoso y derribo del actual Ejecutivo socialista, se hace perdonar de inmediato al lanzarse a pelear con el PSOE y con el Gobierno central en un nuevo campo de batalla en el que su propia victoria está asegurada: Ella se sitúa en el centro de la polémica, más liberal que nadie, más populista que nadie, más empresaria que nadie y así hasta el infinito. Además cuenta con una referencia cercana e inmediata que le motiva más que ninguna otra y a la cual observa cada día con especial atención.



Esa referencia tiene nombre masculino: Alberto Ruiz Gallardón. El alcalde de Madrid es su máximo rival en el futuro político de ambos. No se llevan bien y han alentado a los suyos a llevarse aún peor. Se reconocen en la ambición y en lo heterodoxo de sus posturas. Y si Alberto es más reflexivo, más leído y más oído, ella es mucho más agresiva, más directa y más veloz en la jugada.



El conoce el significado de una de esas frases que han quedado como espejo de toda una generación, aquella que en los años sesenta y setenta españoles intentó asemejarse a los “beat” norteamericanos lanzándose a la carretera, a cualquier tipo de carretera interior o exterior que les alejara de los modelos sociales admitidos por sus padres.



La frase la pronuncia uno de los protagonistas de la novela por antonomasia de aquellos rebeldes y de todos los rebeldes que han ido apareciendo desde entonces, el Moriarty de Jack Kerouack en “On the road”, al desear para él y su compañero Paradise “un coche rápido, una larga carretera y una mujer al final del camino”.



Creo que Esperanza y Alberto - me disculparan ambos por el tuteo - hacen gala de su fuerte ego y tratan de esconder su amenazado yo como los niños que protegen su juguete más querido.



Como Ginsberg en su “Aullido”, uno y otro no paran de gritar hacia sus adentros cuando intentan llegar a “green” con un hierro 7 o se ponen el casco de motorista para encerrarse en el mundo de los 500 centímetros cúbicos y aterrizar en un restaurante de cinco estrellas para desafiar al mundo en un mano a
mano con la presencia del rumor convertido en fotografía.



Pueden presumir con justicia de que nadie les ha regalado lo que han conseguido, que es mucho y en situaciones difíciles, cuando los que les rodeaban creían que su “Route 66”, la misma que convirtió en tragedia social Steinbeck y cultivó como protesta Kerouack, iba a llevarles a perderse en el desierto que separa Chicago de Los Angeles, el Atlántico del Pacífico, truncado su camino desde los fríos inicios políticos como concejales en el Ayuntamiento de Madrid hacia el
soñado y caluroso palacio de La Moncloa en su calidad de presidentes de la Nación. Los sueños y deseos del yo siempre son mucho más profundos y persistentes que los del ego. Aquellos no se rinden nunca y crecen hasta la muerte, ocultos tras la fachada y hasta tras el fracaso social del ego que dejamos asomar para que nos quieran, nos respeten o nos teman. O quizás un poco de todo al mismo tiempo.



Los dos tienen en este inicio del camino hacia las urnas de las generales, dos de los mejores currículos políticos de España: Aguirre ha sido ministra, presidenta del Senado y cuando parecía que la historia la iba a arrojar a un lado en 2003, comenzó de verdad su ascenso a la cumbre de los elegidos con dos victorias consecutivas por mayoría absoluta en la siempre difícil y emblemática Comunidad de Madrid. Gallardón, por su parte, consiguió conquistar la región en dos ocasiones, y lo mismo ha hecho con la alcaldía de la capital cuando le colocaron a dedo entre la espada y la pared. Sus mayores problemas y preocupaciones
no están fuera, en los territorios de la oposición.



Están dentro, en el seno de su propio partido. Para afrontarlos conviene que lean o relean al alcohólico, cirrótico y mítico Jack, no tanto para seguir al pie de la letra su consejo sobre la vida rápida y los bellos cadáveres como para insistir en el seno de su familia política con el epitafio que el novelista y poeta norteamericano escribió nueve días antes de su muerte: “después de mí, el diluvio”.



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