Alfonso Rojo
Redaccion | Lunes 20 de octubre de 2014
Lo de Abu Dahdah es un apodo. Su nombre real es Imad Eddin Barakat Yarkas y ejerce de jefe de los malos. El lunes fue condenado a 27 años de prisión como dirigente de una organización terrorista y por haber conspirado para que el 11 de septiembre de 2001 varios fanáticos de Al Qaeda estrellaran dos aviones repletos de pasajeros contra las Torres Gemelas de Nueva York y un tercero contra el edifico del Pentágono.
Un prenda, que para colmo clama ser inocente y cuyo abogado afirma sin sonrojarse que recurrirá la sentencia porque lo ocurrido “no tiene ni pies ni cabeza”.
Lo que no tiene sentido es una sociedad como la nuestra, que acoge a sujetos de semejante jaez. Abú Dada. Como su amigo el reportero de Al Yazira Taysir Alony, son sólo un ejemplo. No le ha cortado la cabeza a nadie, que se sepa. A tenor de las pruebas presentadas en el juicio, era un colaborador de postín dedicado a reclutar voluntarios para mandarlos a la “guerra santa”. Además es un ambicioso seducido por el afán de notoriedad, que encarna los valores y actitudes que caracterizan la última hornada de terroristas islámicos. Vive aquí, se ha casado con una de aquí, se beneficia de la Seguridad Social y de todo lo que hay aquí, pero odia, desprecia y disfruta haciendo daño a los de aquí.
En la época en que deambulaba por el barrio de Lavapiés y era asiduo visitante de las mezquitas madrileñas, Abu Dahdah hizo célebre entre sus cofrades una cancioncilla que dice algo así: “En el paraíso me encontraré con nuestro profeta y con los apóstoles; en el paraíso....”. No ha dado ese paso suicida que le llevaría al lado de Mahoma, pero desde aquellos días, hasta ahora, ha ayudado a unos cuantos a viajar a toda velocidad hacia el “paraíso”. O al infierno, según se quiera.
Lleva ya cuatro años largos en prisión y dicen que el encierro lo ha cambiado. Ya no es aquel gordo dicharachero que discutía sobre la yihad en las peluquerías morunas de la zona. Del sumario, se desprende que los suyos le admiraban y respetaban. Algunos le temían. Acompañaba al aeropuerto a los hombres que enviaba a los campos de Afganistán, Bosnia, Indonesia o Chechenia. Les aguardaba a su regreso y se ocupaba de los heridos, cuando volvían a descansar. Las reuniones en su casa con fanáticos islámicos de toda Europa debían ser interminables. Era el jefe de una gran familia criminal, hecha de musulmanes afincados en Occidente.
Entonces era un pastor, un proselitista charlatán y acogedor. Ahora se aleja de los demás presos. No hace deporte y lee mucho, sobre todo textos jurídicos. Hasta ha adelgazado. Fuí a verlo hace algo más de un año, a Soto del Real. Todavía no se había llevado la monumental paliza que le propinaron otros presos, enfadados por el 11-M. No saqué nada en claro de la entrevista. Se empeñó en repetir que era inocente y que todo se debía a una confusión, lo mismo que dice ahora, a pesar de las pruebas, grabaciones y testimonios en su contra. Eso sí, nos volvió a decir que es hijo de un general sirio, que huyó de Damasco porque lo querían matar por religioso, que se casó con una española convertida al Islam y que aprecia España. ¡Que Alá nos coja confesados!