Redaccion | Lunes 20 de octubre de 2014
De los diez Borbones que han reinado en España desde 1700 hasta hoy, Don Juan Carlos, a punto de cumplir setenta años, que se cumplirán en enero, y con 32 años en el trono, ocupa el cuarto lugar en el ranking de permanencia en el poder. Salvo al fundador de la dinastía en nuestro país, Felipe V, que se fue para volver y estar un total de 46 años gobernando de forma absolutista, al resto de sus antecesores con más años al frente de la Monarquía española los tiene a “tiro de piedra”. Apenas le ganan, con 35 años, su tatarabuela Isabel II y su abuelo Alfonso XIII. Y ambos tuvieron muchos más problemas para reinar, fueron mucho más contestados y supieron merced a dos Repúblicas lo que era marchar hacia el exilio. El dilatado periodo de gracia política y social que ha vivido nuestro actual Rey es inédito en los últimos tres siglos. Digamos que de forma afortunada para él, para su familia, y para el resto de los españoles.
Es fácil que si la salud le aguanta se coloque por lo menos en la segunda posición e incluso vaya a por el récord, si es que se fija en el ejemplo de su “prima”, la reina de Gran Bretaña. No parece que tenga ganas de abdicar en su hijo, el Príncipe Felipe, y personalmente creo que sería un error el hacerlo a corto plazo, e incluso discutible el plantearlo a diez años vista. El “milagro” de esta tercera “Restauración” borbónica hay que buscarlo tanto en la necesidad histórica de la Transición desde la Dictadura como en la propia actuación del monarca y su encaje dentro de la moderna, democrática y muy burguesa sociedad española de este tiempo.
Juan Carlos I no ha tenido validos, no ha tenido camarilla y a lo más que ha llegado es a tener compañeros de mar y montaña, de barco y escopeta. Ha sabido cohabitar con los dos grandes partidos políticos de derecha e izquierda, con los cambios apropiados en el momento más oportuno, e incluso llevarse bien con lo más importante del nacionalismo catalán y la izquierda más republicana. Supo apostar por Adolfo Suárez para realizar la primera de las travesías necesarias; se supo alejar de las tentaciones “primoriveristas” de comienzos de los ochenta para tejer una larga y poderosa alianza personal y política con Felipe González y el PSOE; supo navegar a contra viento y mantenerse firme en su misión constitucional durante los ocho años de José María Aznar; y vuelve a tener en la presidencia del Gobierno a un socialista como Rodríguez Zapatero, precisamente cuando de nuevo más falta le hace.
Las actuales tensiones de todo tipo que está viviendo la Corona: desde problemas de encaje en una “segunda Transición” que ocurra lo que ocurra y discurra no tiene marcha atrás, a problemas personales en una familia que se ha ampliado de forma rápida y muy deslavazada, pasando por el necesario ajuste económico a unos controles a los que no está acostumbrado, serían mucho más graves y de más difícil solución si quien gobernara desde La Moncloa fuera Mariano Rajoy y quien ejerciera la oposición fuera el socialismo de Rodríguez Zapatero. Y este razonamiento es aplicable a lo que suceda dentro de unos meses en las elecciones generales. No es exagerado, ni está fuera de lugar pensar que un Partido socialista fuera del poder, más radicalizado, volviera a sus viejos principios republicanos, los colocara encima de la mesa como la mejor de las opciones de futuro e intentara encabezar la lucha en pro de la Tercera República. Creo que es un riesgo que no nos podemos permitir, por mucho que a más de uno le pase por la cabeza.
Hoy por hoy, se sea monárquico de fondo ( una minoría ), monárquico coyuntural y de conveniencia o juancarlista ( una mayoría ) o republicano convencido ( una minoría ), lo mejor para la España convulsa que vivimos es mantener a la Corona en su sitio, cumpliendo el papel que le asigna la Constitución, como lugar de encuentro de casi todos, freno de las tentaciones de unos pocos, comodín de la mayoría de los dirigentes políticos, eficaz embajador de los intereses del país en el exterior salvo alguna que otra “salida” diplomática producto más de los nervios y de viejos resabios borbónicos que están fuera de lugar, y punto de encuentro, de consenso y calma de muchas ambiciones demasiado desatadas.
El Príncipe tiene que esperar. Cuarenta años no son nada en estos tiempos, con una esperanza de vida que se aleja cada día más en el calendario. Carlos de Inglaterra acaba de cumplir cincuenta y nueve y ahí sigue, a la espera. Con una Monarquía como la británica mucho más consolidada que la nuestra, pese a que es tan importada del Imperio austro – alemán como la nuestra de la Francia del siglo XVII. Su paciencia, para que sea recompensada en la pervivencia de la Institución, tiene que pasar por otros años de prueba, de fortalecimiento de la Monarquía por encima de la propia Familia Real y de su cabeza. Y para ello se necesitan unos años y unos gobiernos. Una estructura de España estable, con el cierre completo del estado de las autonomías, unos cambios legislativos de cara a las elecciones. Y unos políticos de la talla de Suárez y González que sepan estar, con todos sus defectos, grandezas y miserias, por encima de los partidismos.