FIRMAS

La Monarquía y el Nacionalismo

Redaccion | Lunes 20 de octubre de 2014
Las afirmaciones muy críticas con la extensa Familia Real de dirigentes políticos como Iñaki Anasagati, y la quema de retratos del Rey por parte de unos pocos jóvenes en localidades de Cataluña se quedarían en mero sarpullido fácil de tratar desde los medios de comunicación. O mejor desde el distanciamiento de los medios de comunicación con las televisiones a la cabeza.
Lo que ocurre es que esas pequeñas manifestaciones contra el Rey y la Corona –que se producen incluso con mayor acidez en otros países europeos con el mismo sistema de monarquía parlamentaria que aquí alumbramos con la Constitución de 1978 y más tradición monárquica y democrática – evidencian dos hechos de mucha mayor importancia: por un lado, la existencia de un sentimiento republicano histórico que va creciendo de nuevo entre las capas más jóvenes de la población; por otro, el efecto que sobre la sociedad española en su conjunto está teniendo la nueva Familia Real (desde Don Juan Carlos a Iñaki Urdangarín) y sus comportamientos.
España dejó de ser republicana y federalista, a medias, en 1939 por imposición de Francisco Franco. Se convirtió durante la Dictadura en futura Monarquía, y lo hizo plenamente con la Constitución salida de las primeras elecciones en libertad “vigilada” en 1977. Luego, la actitud del Rey, su comportamiento en los momentos más difíciles frente a las intentonas militares del 23 – F, la austeridad de la Familia Real, a cinco, durante los primeros años, el pacto no escrito pero aceptado por todas las fuerzas políticas sobre el papel moderador y fuera de partidismos de Don Juan Carlos, con la bandera de los Borbones incluida como enseña nacional, logró que la Institución como tal transitara con comodidad y sin apenas ataques directos durante estos treinta años.
De aquellos 1977 y 1978 a hoy han cambiado muchas cosas en la propia imagen que se transmite desde el palacio de La Zarzuela y su entorno familiar. No sólo ha aumentado la familia con los tres matrimonios de los entonces niños, también han aumentado de forma más que considerable las señales de riqueza y lujo, desde vestidos a joyas, desde barcos a viajes, desde regalías en consejos de empresas hasta representaciones en organismos oficiales. Creo que el peor de los escaparates posibles para la Casa Real, en este aspecto, es el que proporcionan cada semana las llamadas revistas del corazón y sus reportajes de fiestas y fiestas. Con la consecuencia más inmediata que es la entrada de sus miembros en los programas más amarillistas, mordaces, irreverentes y hasta denigratorios en muchos casos de nuestras televisiones.
Nada tiene de extraño, ni debe producir mayor alarma de la necesaria, que muchos españoles se sientan republicanos, defiendan la existencia de una República, y quieran cambiar el actual sistema a través de los mecanismos democráticos y constitucionales que tiene nuestro sistema jurídico. Lo mismo que nada tiene de extraño, ni debería causar alarma, que algunos españoles que viven en Cataluña, el País Vasco y Galicia quieran que sus hoy Comunidades autónomas puedan llegar a ser estados independientes o con una mínima vinculación con el resto de España. Siempre claro está que sus esfuerzos, deseos, programas y actos respeten el juego democrático y las normas que se establecieron entre todos en 1978.
Ocurre que se han entrelazado las dos corrientes, la que crítica a la Casa Real por las actitudes de sus miembros y aprovecha para reivindicar la República como una forma de gobierno más democrática y realista en el siglo en que vivimos; y la que defiende la exclusión nacionalista por una suerte de “opresión histórica” de España sobre esos territorios, que habría “comenzado” en la época de los primeros Borbones y se habría perpetuado a lo ancho y largo de más de tres siglos.
Hoy, para aquellos que desean desmembrar España en base a unos nacionalismos tan discutidos en su historia como en sus actuales pronunciamientos, la mejor forma, el mejor de los caminos, el más rápido, el que menos obstáculos les supondría es la transformación de nuestro país en una República. La Monarquía, con todos los defectos que se le pueden achacar en estos tiempos – que son muchos e importantes en las actitudes y comportamientos de los que la representan – es la mejor de las argamasas para mantener al estado, a la patria, a España tal y como la hemos conocido en sus mejores momentos democráticos. No como la estamos empezando a conocer tras la deserción masiva de los diferentes gobiernos desde 1977 de sus responsabilidades con la Constitución y con el pueblo frente a unos gobiernos regionales que incumplen cada día sus propios Estatutos o los interpretan de forma egoísta e interesada.

La Monarquía de Juan Carlos I tiene en el inmediato futuro que hacer frente a una sucesión que se producirá de dos formas: por muerte del Rey o por abdicación del mismo. En ese periodo de tiempo, sea el que sea, el Príncipe Felipe se juega su futuro y el de la Corona. Argumentos en defensa de los dos caminos los hay y ya se están utilizando. Al igual, por ejemplo, que está pasando en Gran Bretaña con Isabel II , el Príncipe Carlos y la familia Windsor; con su problema territorial y nacionalista desde Gales a Escocia.
La Casa Real, en su conjunto, debe aceptar que la época del silencio, de la falta de críticas, de estar por encima de la realidad del país, ha pasado. Ya está sujeta a la lupa de la opinión pública, incluso a la distorsionada imagen que se puede lanzar desde los medios de comunicación como un ejercicio más de la libertad de pensamiento e información. El tiempo hará que el falso escándalo pase y no haya que recurrir a la fiscalía para dar mayores alas a un pequeño grupo de jóvenes que sin la presencia de las cámaras de la televisión y los objetivos de los fotógrafos dejarían de quemar retratos y hasta de colocar carteles o lanzar proclamas.
Lo que debe contar es el comportamiento diario de los representantes de esa Institución. Lo que debe contar es que el actual ordenamiento constitucional defiende una lengua en común, una historia en común, un pasado en común. Y aquí están fallando los que más nos representan.