Redaccion | Lunes 20 de octubre de 2014
Ahora ya podemos hablar. Otra cosa es que lo hagamos. Ahora ya pones la radio desde por la mañana, y está como despoblada, como si hubiera habido una migración masiva hacia la playa, o a esos pueblos que en verano se llenan de nuevo con el guirigay de los hijos de aquellos emigrantes que se fueron a Bilbao, a Barcelona, o a Madrid, y que regresan con el todoterreno, la Play, y un estéreo en el coche capaz de atronar en las riberas del río más recóndito. Ya hace tiempo que no tenemos una conversación, una de esas de barra de bar, largas, pagada en moneda de curso legal, sin tener que abonar el vino con sangre como diría el poeta Claudio Rodríguez. Hace ya tiempo que no tenemos diálogo. No me diga que sí porque no es verdad. Una cosa son las palabras de moda, las que se manejan con facilidad, las que adornan las consignas de la política y algunos titulares declarativos de la prensa, y otra es la verdad de las cosas. Ya no existe el gusto por la conversación, ni su práctica, y hasta en Francia han publicado hace bien poco un libro sobre la historia del conversar, que es una forma de certificar la defunción y el enterramiento de lo que ha sido la forma más humana, civilizada, y hasta placentera, de cambiar de opinión, o de convencer al otro de que la tuya es mejor y más trabajada. He pedido el libro en Amazon con la esperanza de que me llegue a tiempo para asistir al funeral. Porque forma parte de las cosas que hemos perdido y no sé si sabremos recuperar.
Ahora se dice con ligereza que Internet, ese gran invento que toma el relevo de la imprenta, es una “gran conversación”. No lo sé. El otro día entré en la página de comentarios sobre una noticia y entre los cincuenta primeros conté 39 insultos. Algunos de esos improperios no figuran ni siquiera en el “Diccionario de la injuria” de Sergio Bufano, que es mi manual de referencia cuando se trata de faltar a alguien o de contestar a las puyas, con elegancia, porque la estética es siempre importante, y “el estilo es el hombre”.
Creo que no, que Internet no es una conversación porque ya no conversa nadie. Este es, como dice Jean François Revel en sus “Memorias”, el tiempo de la “notificación”. Ahora en lugar de practicar la esgrima de las razones, en vez de exponer, argumentar y concluir, entregas un carné al contrario para decirle dónde estás, cuál es tu posición, cuál tu juicio sobre los acontecimientos del día, y cuál tu voto. A veces ni siquiera esto. A veces basta con que le digas qué periódico lees, o con qué emisora de radio te afeitas por las mañanas, y ya está todo dicho. Este es un tiempo de “encuadramientos” como si hubiéramos entrado en una milicia parda y cualquier otra forma de vestir fuera incómoda, despreciada por inclasificable.
Así que este verano me he propuesto buscar una conversación. Voy a hacer horas en la barra del bar. Sé que no es correcto, y que me pueden perseguir por infundir sospechas. Voy a beber tinto, que es alimento, y entra bien porque la estación viene fresca, y con un Ribera parece que las palabras salen más nuevas. Ofrezco temas variados, y tolerancia, pero ojo, con todos menos con los intolerantes. Soy capaz incluso de conceder un cambio de opinión y pedir otra ronda. Pago yo.