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El pollo

España se ha instalado en el pollo como estilo de política, como estilo de radio, a veces, las menos, como estilo de prensa. Hemos
vuelto a Goya, al de los aguafuertes, al golpe de quijada, al sectarismo. En esto, como en tantas otras cosas, algunos catalanes, más bien los que no quieren serlo, se comportan como españoles en el más duro estilo de la nacionalidad. El “seny” era una cosa decimonónica, como de burgueses de casino y amante jamona, una postura vital que permitía evitar las mordidas de la hipertensión y el infarto. Ahora se lleva el pollo. Hasta la selección canta el “vamos a por ellos”, un himno que como no pasen de cuartos quizá se vuelva contra quienes lo cantan. En su confusión de equipo nacional han comenzado por repartir guantazos entre los suyos, para ir calentándose.

El pollo, como estilo, fue cosa de la transición, pero se perdió en la solidez de un consenso contra el que se estrellaban los espasmos de los botarates. En los extremos de aquel acuerdo los maoístas reventaban los mítines de un Carrillo que ya nos parecía en el ocaso de la vida. Los batasunos se lo montaron al Rey en Guernica, y el Borbón miraba y templaba con una serenidad
que haría historia en ese y en los años que vinieron después. El pollo de los pollos lo montó Tejero que se rascaba el bigote genital con la pipa reglamentaria. Los pollos son imperativos, con tendencia al verbo reflexivo: “¡Siéntese!” “¡váyase!”. Es un verbo que suena a ultimátum antes de llegar a las manos: “o se va por sus medios o le echamos a guantazos”.

Ahora ha vuelto ese estilo bronco, de manotazo en la nuca, de patada en los huevos, tan nuestro, tan dormido en estos años. Regresó en la época en que Rodríguez se echó a la calle, cuando asaltaban las sedes del PP y callaban, cuando agredían a Rato y Piqué y miraban después para otro lado, cuando corrían a pedradas al presidente de la diputación de Pontevedra. Los pollos empezaron a difundirse por televisión, que normalizó la mala educación con Gran Hermano y Crónicas marcianas. Hoy tenemos
una generación que adora el pollo como expresión estética, una estética de garrafón, una afición paralela al botellón.

Ahora el pollo ha vuelto con toda su crudeza a la política. Los cachorros del independentismo han formado “la partida de la porra” contra Espada, contra Boadella y los Ciudadanos de Cataluña. El pollo se vende en los mercados, en la plaza que se dice por
aquí. Por eso el fin de semana se lo hicieron a Rajoy, calentito, y se marchó a la manifestación con el cuero asado a insultos y el
olor de la pluma quemada. Luego han repetido en Granollers, con lanzamiento de huevos y aires de linchamiento. El pollo antes era espontáneo, como telúrico. Ahora se organiza con móviles y SMS. Los Montilla y compañía se miran al zapato, dicen que ellos no han sido, y añaden aquella justificación tan nuestra de “algo habrán hecho para merecerlo”.

Antes los pollos los organizaba el populacho, o la oposición hambrienta de ministerio, o un señor de Murcia. Ahora se organizan desde el poder.
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