El largo pontificado del Papa polaco ha dejado su impronta en el siglo XX. Al margen de creencias religiosas y posturas sociales, es evidente que Karol Wojtila ayudó, y mucho, a la caída del muro de Berlín y a la desmembración del antiguo bloque que comandaba la extinta Unión Soviética. El cáncer interno del mal llamado socialismo real habría acabado antes o después con los distintos regímenes que convivían dentro, desde la media Alemania oriental hasta las provincias asiáticas, pero el dúo que formaron, tal vez sin quererlo, Juan Pablo II y Ronald Reagan se mostró de una eficacia demoledora. Su sucesor, sea quien sea, tenga el color “ideológico” y de piel que tenga, lo tiene complicado, muy complicado.
La mayor parte de nosotros hemos conocido a cuatro Papas, desde Juan XXIII, a Pablo VI, al más que breve Juan Pablo I, y a Juan Pablo II. Tres Papas con pasados, trayectorias y proyectos muy distintos, con repercusiones políticas, sociales y religiosas muy distintas, pero los tres dejando herencia en la historia. El último ha sido, y con diferencia, el más volcado en los medios de comunicación de masas, sobre todo la televisión, el más viajero, el más universal, el que mejor entendió y usó el poder de la imagen. El cardenal que se asomó a la ventana electa del Vaticano para hacer del Totus Tuus el emblema de su mandato al frente de la Iglesia no sólo hablaba cinco idiomas, no sólo era un hombre de fe y de fuertes convicciones morales. Era un apóstol como San Pablo, con la fuerza de la prédica y la experiencia de un consumado actor al que no le asustaban las multitudes. Sentía que actuaba al servicio de Dios en cada uno de sus más de ciento ochenta viajes por todo el mundo.
¿Cómo será el nuevo? Ya que no podemos contestar a la pregunta de quién, sí podemos plantear las claves que alumbren su actuación futura y su propia elección. Las claves que habrán podido llevar a los 117 cardenales menores de ochenta años a elegirlo, entre los deseos, los sueños, las ambiciones y las tensiones que existen en la cúpula de la Iglesia, de la misma forma que existen en todo grupo humano. Nunca en la historia habrá estado ese grupo de “electores” más observado, analizado y presionado. Y es más que posible que pocas veces la Iglesia como organización se esté “jugando” tanto como en este tránsito en el puesto de mando.
En primer lugar, tenemos la posición política o ideológica, que existe dentro del colegio cardenalicio. Si el italiano Martini representa desde hace un cuarto de siglo el “progresismo” o el ala más liberal y transformadora dentro de la Iglesia, el austriaco Ratzinger, desde su papel estelar en el Concilio Vaticano II, se ha convertido en el mejor ejemplo del ala conservadora. Entre estos dos septuagenarios, con pocas posibilidades de salir elegidos, pero sí con enorme influencia sobre el resto de sus compañeros, se moverán los otros 115 asistentes.
En segundo lugar, está el continente y el país al que pertenezca el nuevo Papa. No será lo mismo, ni habrá que entender lo mismo, si el sucesor del Papa Wojtila sale de una de las dos Europas, e incluso si “vuelve” a Italia, que si llega al Vaticano procedente del continente americano, de Africa o de Asia. Habrá que “meter” otro ingrediente en el análisis al margen de sus tendencias políticas y sociales, e incluso del grupo interno de la Iglesia al que pueda inicialmente representar y en el que se haya apoyado para salir elegido. Y en este aspecto, volvemos a los posibles extremos ideológicos entre los que se ha desenvuelto la Iglesia en el último medio siglo, teología de la liberación e integrismo a partes iguales: los jesuitas y el Opus Dei, por mencionar dos clásicos.
En tercer lugar, y con resonancias de nuevas y futuras mayorías sociales y étnicas entre esos millones de fieles católicos, está el color. ¿ Habrá Papa blanco, Papa negro o Papa amarillo? El color de la piel, y la “territorialidad” inicial que indica, expresa mejor que muchas otras variables la ecuación casi económica que existe entre la “fuerza de choque” de la Iglesia, entre aquellos que deciden convertirse en “agentes activos” de la fe católica. Las vocaciones, tanto masculinas como femeninas, escasean en los países más desarrollados, en lo que se conoce como Primer Mundo; y es cada vez mayor el número de seguidores de Cristo entre los ciudadanos de América del Sur, Africa y Asia. El color, así, serviría casi de declaración programática acerca de la futura Iglesia que se quiere. Un aspecto de integración y multiculturalidad al que la Iglesia está abocada, pero que necesita su “momento” para cristalizar. Algo que ya está escrito en el futuro, al igual que debe estar escrito el cambio de papel atribuido a la mujer dentro de la Iglesia, y que es una de las graves contradicciones a las que el futuro Papa deberá dar una respuesta.
En cuarto lugar, la cuarta señal que el Cónclave mandará a la sociedad mundial, está en la edad. La elección de un Papa mayor de setenta años sería una señal de transitoriedad, de interregno, de provisionalidad ante la falta de acuerdo o consenso en una figura “potente” que suceda a Juan Pablo II -un poco lo que ocurrió con Juan XXIII y que desembocaría en menos de cinco años en la elección de Pablo VI con el Vaticano II como eje motriz de la Iglesia de mediados del siglo XX–, con posibilidades de desarrollar un proyecto de futuro. Un Papa joven, en la línea de compromiso que significó Karol Wojtila, sería una nueva y muy fuerte apuesta por la sociedad mediática en la que vivimos, una apuesta por un liderazgo político de larga duración y acercamiento a las generaciones más jóvenes. Un Papa que necesariamente cambiaría parte del legado de Juan Pablo II. Un Papa con herencia y con intereses creados a los que tendría que “abandonar” lo más rápidamente posible, de la misma forma en que lo hacen el resto de los líderes políticos.
No tenemos el nombre, nadie lo tiene. Sí podemos colocar los filtros de color ante nuestros ojos para que cuando salga el humo blanco de la chimenea del Vaticano interpretemos las primeras señales.
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