Raúl Heras/ esta españa nuestra
…Y el aspirante gano por K.O.
lunes 20 de octubre de 2014, 14:42h

En la memoria de los aficionados al boxeo está la del primer combate por el título de los pesos pesados entre Sonny Liston y Cassius Clay. Campeón y aspirante acudieron a aquella cita con muy distinto bagaje y planteamientos radicalmente diferentes: Liston, al que llamaban “el oso” parecía invencible. Aquel debía ser un combate de trámite, con la única duda del asalto en el que caería sobre la lona el locuaz y extrovertido joven que se había abierto camino entre los santones del gran pugilismo desde su victoria en las Olimpiadas de Roma, cuatro años antes.
Clay proclama, una y otra vez, que iba a derrotar a su adversario, que sólo podía salir del ring un ganador de la pelea, y que ese hombre era él, al que acompañaba una buena pegada y el espíritu muchas veces burlón de la suerte.
Clay, el “loco de Louisville” como le calificaba la prensa por su forma de dirigirse a sus adversarios, obligó a Liston a tirar la toalla en el séptimo asalto, tras exhibir de nuevo un juego de piernas al que no estaban acostumbrados los grandes mastodontes del boxeo profesional, una esgrima y agilidad de peso ligero, y una contundencia en los puños que no parecía acompañar a su estilizada figura. Ganó aquella noche del 25 de febrero de 1964, con apenas 22 años, y lo volvería a hacer un año más tarde con más rapidez y más contundencia. En las apuestas tenía 6 a 1 en su contra. En la victoria, nunca olvidó que el gran Joe Louis estuvo a su lado dándole ese tipo de relevo que permite entrar en la historia de los grandes. Después de mucho tiempo, llegaron sus protestas por la guerra de Vietnam, su conversión y transformación en Mohamed Alí, sus más de 35 victorias por otros tantos KO, sus cinco derrotas y la aparición del Parkinson ya retirado, pero todo eso era y es otra historia.
El domingo, 14 de marzo de 2004, a las diez de la noche, me acordé de las imágenes de Miami. Clay y Rodríguez Zapatero tan sólo se parecen en lo estilizado en cuanto a físico. Los dos transmiten confianza en sí mismos por encima de la opinión de los que les rodean, son ganadores, tienen suerte, y han demostrado que golpean con contundencia al adversario y son capaces de soportar los golpes que les llegan al mentón sin irse a la lona.
Zapatero ganó sus Olimpiadas en el 35 Congreso Federal del PSOE, conquistando el título de secretario general frente a un José Bono que se presentaba como el claro favorito. Victoria tras aparecer en el panorama mediático desde su liderazgo leonés y apoyado por un manager bajito y con cara de sabiondo, que en eso tienen puntos en común Angelo Dundee y Pepe Blanco.
Cuatro años más tarde ha dejado KO a su oponente del PP cuando de igual manera todos los pronósticos estaban en contra. Se decía vencedor en la agotadora y larga campaña electoral, intentaba transmitir ese mensaje a su equipo de confianza, quería llegar a los centros de poder para que lo asumieran, y se encontró una y otra vez con que Mariano Rajoy aparecía como imbatible y a él le auguraban una dura pelea interna en el seno del socialismo para mantener su liderazgo. Su batalla no parecía ser la de La Moncloa, sino la de Ferraz. No era tanto que llegara a ser presidente del Gobierno en unas condiciones de tranquilidad social, confianza económica, y disgusto por las formas de ejercer el poder por parte de José María Aznar, como que se mantuviera en la Secretaría General en la mañana del 15 de marzo, cuando las sonrisas de Rajoy, Rato, Zaplana y Gabriel Elorriaga transmitieran a los españoles que nada había cambiado.
El Gobierno metió el terrorismo en la campaña electoral con su doble intento de desprestigiar y romper el recién formado Gobierno catalán de Pascual Maragall a través de la demonización de Carod Rovira, y a partir de esa demostrada equivocación, comenzaron a ocurrir cosas: todas buenas para Zapatero, todas menos buenas para Mariano Rajoy. Con la crispación instaurada de nuevo en la vida pública española, los ciudadanos comenzaron a movilizarse y aparecieron en escena dos millones de jóvenes con los que no se contaba en las urnas. La estrategia del PP en las confrontaciones de 1993 y 1996, desde la oposición, no podía ser la de 2004 desde el poder. El error era importante, pero no grave mientras no ocurriera un suceso de gran magnitud, inesperado y que golpeara la ya doliente conciencia colectiva de la guerra de Irak y el desastre ecológico del Prestige. No aparecía tal posibilidad en el horizonte cuando se fueron a dormir, a 48 horas del final de la campaña, los candidatos y sus equipos. El miércoles, 10 de marzo, Zapatero y Rajoy se encaminaban a su escrito destino sin saber, ni pensar, que con las letras torcidas y sangrientas del oscuro, lejano y criminal lenguaje de Osama Bin Laden se preparaban las trece bombas que iban a convertir en postales de negro las estaciones ferroviarias de Madrid.
El jueves, 11 de marzo, a las siete y media de la mañana, Atocha no voló por los aires, tal y como pretendían los comandos asesinos, pero sí volaron por los aires los sueños, esperanzas y corazones de miles de familias, familias de votantes que dejaron que el dolor se mezclara con la lluvia un día más tarde, con las calles de toda España convertidas en el más gigantesco funeral de nuestra reciente historia.
Once millones de ciudadanos, empapados de horror, con agua y lágrimas en las mejillas, decidieron, no que el terrorismo les iba a doblegar, no que el terrorismo iba a dirigir sus vidas, no que el terrorismo les iba a cambiar su voto, no que el terrorismo iba a ganar su pulso a la democracia; decidieron que querían ver a sus dirigentes junto a ellos en el dolor, que les querían ver con la verdad en sus caras y en sus labios, y que todo lo que moralmente habían perdonado hasta esos momentos se iba a concentrar en el catalizador brutal de doscientos muertos alineados en el pabellón número 6 de Ifema.
No ocurrió así. Ya no habrá modo alguno de comprobarlo, pero creo con firmeza que si Mariano Rajoy se hubiese despojado de su chaqueta y de sus buenas formas y se hubiese presentado en la estación de Atocha como un voluntario más a levantar a los muertos y a los heridos, dejando a un lado las autorías de los atentados; si desde el Gobierno se hubiera dejado a los servicios de información y a la policía la tarea de investigar y trasladar de forma inmediata esas investigaciones a los ciudadanos y no a través tan sólo del titular de Interior, Angel Aceves, si no se hubiese empecinado en inculpar una y otra vez a ETA con la falsa esperanza de mantener esa tesis viva hasta la mañana del lunes, el PP se habría encontrado con otro resultado en las urnas.
El 25 de mayo, en los comicios autonómicos y municipales, el PSOE ya había comprobado cómo la participación electoral era una de sus mejores bazas. Si los ciudadanos se movilizaban, el centro-izquierda ganaría. La abstención era el principal adversario. Derrotado éste, todo dependía de los jóvenes. Así lo entendían Pepe Blanco y Alfredo Pérez Rubalcaba. Así lo temían Elorriaga y Carlos Aragonés. Así no lo vieron en el palacio de La Moncloa. El error creció con las horas y cada nueva aparición del poder en los medios de comunicación se convirtió en una nueva piedra en el camino del candidato Rajoy. Y la imagen de George Bush en la embajada española en Washington, junto al embajador Rupérez, terminó por completar el puzzle a los aún indecisos: Iban a votar contra todo aquello, sin importarles las consecuencias económicas de sus airadas papeletas. Lo hicieron. Y algo ha cambiado ya para siempre en la política española, lo entiendan o no las cabezas pensantes de los principales partidos.
El 14 de marzo de 2004 se ha votado con el horror de los atentados en el corazón, pero también con las imágenes de Irak y el Yakolev y las bombas de destrucción masiva nunca encontradas, y con el chapapote y con las frases contra Carod Rovira en la cabeza. Aquellos que contraponen el voto emotivo al voto reflexivo se equivocan, y mucho más si se mira a los más jóvenes, aquellos que van a ir decidiendo en todos y cada uno de los futuros comicios. Ha aparecido, está en escena y será bueno que nunca se retire de la misma el voto moral y ético. Los ciudadanos han descubierto que sus votos sí importan, que es mejor participar que quedarse en casa, que en las urnas se cambian situaciones. Y están dispuestos a correr el riesgo de equivocarse. Para muchos dirigentes políticos ya es tarde, pero el resto, los que continúan y los que vengan, conviene que no lo olviden.
El resto de todo lo que debía escribir y quería escribir, con la formación del nuevo gobierno, las esperanzas rotas o renacidas de unos y otros, el papel que pueden jugar Bono y Felipe González, los silencios obligados de Alfonso Guerra, el nuevo futuro de Alberto Ruiz-Gallardón y Eduardo Zaplana puede esperar. La estupenda viñeta de Malagón, ese ring en el que todo comienza, es un buen anticipo. Lo que sí sé es que es mucho mejor mirar al futuro desde el optimismo que desde el temor, y que la nostalgia es buena para componer versos bajo los sauces cuando el viento mueve entre sus ramas a las siempre cambiantes nubes.