
No se habla de otra cosa
Nos ha costado mucho a todos los que llevamos meses colocando la palabra crisis delante de la palabra economía, pero al final lo hemos conseguido. Ya no se habla de otra cosa y hasta el presidente Zapatero no ha tenido más remedio que mencionar a la bicha. Sí, estamos en crisis, justo cuando en el inmediato horizonte, a tres meses vista, aparece otras dos palabras aún más duras: recesión y stangflación. La primera se cumplirá si a finales de septiembre la economía española vuelve a situarse con un crecimiento cero o negativo. Serán así dos trimestres seguidos con esos datos y se podrá decir con toda propiedad terminológica que sí, que España está en recesión, o lo que es lo mismo que hemos dejado de crecer y que si lo peor está por venir, ni los 5000 millones de ahorro energético que quiere conseguir el ministro Sebastián van a salvarnos de un ajuste durísimo a todos los niveles.
La segunda de las palabras hace que la primera acentúe su rostro pesimista: la stangflación es ese monstruo que atemoriza a los expertos económicos y a los responsables gubernamentales porque sus dos cabezas son igualmente dañinas. Una de ellas representa el estancamiento de la actividad y la otra la inflación de los precios. Todo sube, no por el impulso consumista del mercado, no por la irrupción de una demanda desorbitada de los ciudadanos, sube por la inercia de productos básicos para la actividad empresarial y social, como en este caso son hoy la energía y los alimentos. Y al mismo tiempo, el estancamiento, la paralización de la economía impide o hace más difícil la recuperación. En esas estamos.
No hay un solo indicador nacional o internacional, una opinión nacional o internacional, un estudio, un análisis que nos haga mirar con moderado optimismo el inmediato futuro. Y no se ven, ni en el Gobierno, ni en la oposición, los remedios, las medidas para cambiar esos diagnósticos tan pesimistas: España está mal, la enfermedad puede ir a peor y los remedios no aparecen o no se sabe dónde encontrarlos. Hasta ahora se han sumado poco a poco los diagnósticos, se dejaron a un lado y en su momento las posibles vacunas, y nos enfrentamos a una fiebre alta ( la inflación) en un cuerpo debilitado ( el estancamiento ), cuerpo que es el de todos los españoles.
Seamos optimistas: por lo menos ya hemos conseguido que no se hable de otra cosa que de la economía y sus problemas. Que si España gana la Eurocopa los festejos se pasan con rapidez, y que si Nadal gana en Wimblendon, nos alegramos y volvemos al problema. No queda más remedio: tras el diagnóstico tal vez sea el momento de cambiar de médico o de tratamiento. De poco vale que se mire el historial de los últimos doce años y se quiera colocar el origen de nuestros problemas en las apuestas inmobiliarias de los gobiernos de José María Aznar y Rodrigo Rato, entre otras poderosas razones por el uso que sus sucesores, Rodríguez Zapatero y Pedro Solbes hicieron durante cuatro años de las mismas recetas. Eso sí, dándoles dosis masivas a los españoles mientras denostaban y criticaban el producto y los envases.
Como España no es un país de medias tintas y a los españoles nos gusta el mus y los órdagos a todo, nos ha coincidido el final de las vacas gordas a nivel mundial con el final real de nuestra Transición democrática. Hasta ahora, a trancas y barrancas, se había mantenido el esquema institucional salido de la Constitución de 1978 y los pactos que posibilitaron pasar del franquismo a la democracia en menos de dos años: Franco se muere a finales de 1975 y a mediados de 1977 se celebran las primera elecciones con los partidos legalizados, incluido el PCE, que era la prueba del nueve de las intenciones del Rey y de Adolfo Suárez. Ese periodo ha concluido. Se puede admitir su final y encarar la nueva etapa o negarlo y combatir la evidencia y la realidad, que siempre es muy tozuda.
Las señales están a la vista: nuestra Constitución necesita reformas urgentes o estallará por los cuatro costados, víctima de la propia “gordura” de los Estatutos de autonomía que ha alumbrado. La Corona necesita un nuevo marco que incorpore plenamente en sus derechos a las mujeres. La lengua común tiene que salir a combatir los ataques que recibe de las otras lenguas del estado, batalla en la que si triunfaran dentro de España adelgazarían el hilo o la cuerda que nos une a todos. Necesitamos reformas estructurales en educación, en cultura, en sanidad, en trabajo, en la familia…y así hasta mil. Y podemos dejar a la sociedad que se modere a sí misma, que se articule con las mínimas leyes y normas, según el modelo anglosajón de imponer la realidad sobre lo escrito, u obligamos a los políticos a que se fajen con los problemas y en lugar de crearlos y aumentarlos, los resuelvan y minimicen.
Vamos a seguir durante meses hablando de economía, de problemas macro y micro, de aumentos en el precio de todo y disminución en los salarios. Las viejas recetas keynesianas van a desfilar una y otra vez delante de nuestros ojos, con mil voces como portavoces, y alguna que otra reivindicación liberal más audaz que insista en la eliminación de impuestos directos para trasladarlos al consumo y al mercado. Vamos a hablar de los problemas de las familias, de los problemas de las empresas, de la falta de dinero en el sistema financiero, de la elevación de los tipos de interés, del aumento de las hipotecas, del paro por encima del diez por ciento de la población activa. Habrá que desearnos mutuamente suerte y exigir a los que nos gobiernan y a los que se les oponen que entierren las hachas de guerra y busquen los puntos de unión que nos favorecen a todos. Tal vez sea la última de las utopías, pero que le voy a hacer, aún creo en ellas.