Dejando aparte estadísticas, y clasificaciones de poblaciones por su mayor o menor coste, la realidad es que Madrid se está convirtiendo en una ciudad cada vez más cara, y no sólo en la vivienda, que es escandalosamente cara, sino también en productos de primera necesidad, como la alimentación. Hace unos días me encontré con un vecino, recientemente jubilado, que salía indignado de una panadería.
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Las estadísticas sobre el coste de la vida, como las estadísticas en general, sólo reflejan una parte de la realidad. A la inmensa mayoría de los madrileños, que los automóviles de lujo, por poner un ejemplo, suban un 2% les deja frío, por la sencilla razón de que nunca habían pensado en comprarse un automóvil de lujo. Pero la totalidad de los madrileños tienen que comer pan todos los días, y por ello la subida de este producto les afecta.
Desde la implantación del euro, los precios no han hecho más que subir. Y lo hacen a mayor ritmo que los salarios y que las pensiones. En el caso de los trabajadores en activo, las retribuciones se pueden negociar. En los pensionistas, sólo cabe esperar que el Gobierno haga bien las cuentas, y no pierdan poder adquisitivo. Con la publicación del último Índice de Precios al Consumo, se dice que el Gobierno tendrá que compensar a los pensionistas, pero es difícil que lo logre, y lo más probable es que esa compensación llegue tarde, y sea insuficiente. Los que tienen una hipoteca viven angustiados con los tipos de interés. Éstos, y el resto de los madrileños, se enfrentan diariamente a subidas en productos básicos que estarán más o menos justificadas, pero que acaban reduciendo nuestro poder adquisitivo. No es extraño, a la vista, de todo esto, que nos parezca un sarcasmo el conjunto de declaraciones de responsables políticos, diciendo que la economía va bien.
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