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Las gaoneras de Esperanza Aguirre

Una de las primeras cosas que debe hacer Esperanza Aguirre es llamar a José Tomás para comer en Galapagar con el torero y enseñarse mutuamente el uso de la gaonera. Los dos la dominan en sus respectivos territorios: la presidenta, en la política; el matador en la plaza. Y para comprobarlo sólo he tenido que estar en La Monumental de Barcelona el pasado domingo; y en la Asamblea madrileña y en la Casa de Correos al principio de esta semana. Los dos hicieron faena, los dos “cortaron orejas” y los dos salieron por la puerta grande de sus ruedos, convenciendo a la afición y hasta con la entrega de sus compañeros/as de terna en el bolsillo.
José Tomás demostró en el quite al primer toro de la tarde, por gaoneras, que no se trata tan sólo de que el morlaco pase a su lado sin moverse y con el capote a la espalda, en esa suerte que elevara a categoría el mejicano Gaona, que para que la aparente frialdad mecánica de la suerte llegue al público, el torero debe aguantar la larga embestida y procurar que los cuernos del astado rocen la taleguilla hasta dejarla si fuese necesario sin los alamares. Luego, en el rosario laico del segundo y quinto toro, el asceta taurino que tuvo que marcharse a Méjico – la patria de Gaona – para triunfar en su alternativa con 20 años, demostró que hoy por hoy lo que el hace delante de 450 kilos de furia y miedo no lo hace nadie. Es un solitario en el arte y la ciencia de torear.
Esperanza Aguirre hace hoy en política lo que no hace nadie. Es capaz de improvisar y de recitar, de cambiar y de provocar, de dialogar y de mandar sin oposición, de arroparse en sus contrarios y de hacer perder paso a los que como ella se dicen profesos del liberalismo y militan en sus mismas filas. Desde de la tribuna, que es su plaza, es capaz de quedarse quieta a un metro del adversario, mirarle a los ojos turbados por su audacia, esperar la eternidad de treinta segundos, enseñarle el pico de la muleta con la lentitud de un caracol que se desplazara por su brazo, y dejar que el viento de los pitones le cimbree la cintura. Lo mismo que hizo el torero de Galapagar delante de veinte mil espectadores entregados mientras se silenciaba a la orquesta para poder escuchar la cabalgada salvaje de veinte mil corazones a los que las espuelas del miedo les estaban haciendo sangrar los ijares.
Aguirre se siente tan segura en su posición como Tomás en la suya. El rival de Esperanza está a su lado, un alcalde que domina las suertes clásicas de la política y aún más de la oratoria, siempre dispuesto a demostrar que es capaz de ceñirse el traje para brillar en una tarde de gloria y matar recibiendo al negro paladín de la muerte; y el rival de José, hijo y nieto de apellidos cantados en los olés del albero, ya demostró en Barcelona que aguanta el desafío del maestro sin dar un paso atrás y que, sin entrar en los terrenos prohibidos de la fiera, es capaz hasta de cortar una oreja más, para salir de igual a igual por la puerta del futuro.
Dicen y cuentan los entendidos de la fiesta que la gaonera es un arte menor, un recurso estilístico para la masa, más colorista que profundo. Y que como tal se lo enseñó al mejicano Gaona antes de que éste viniese a hacer las Españas, su banderillero y profesor Saturnino Frutos, más conocido como “Ojitos”, que le convirtió en figura del toreo venciendo todas las resistencias que se le opusieron, teniendo que comprar plazas madrileñas como las de Puerta de Hierro y Tetuan para que vieran a su discípulo interpretar el viejo arte de Cuchares en una época en la que había figuras para dar y tomar entre los aficionados.
El “Ojitos” de José Tomás puede estar entre su tío abuelo Victoriano Martín y su abuelo Ceferino, y los libros y películas que el joven de Galapagar ha leído y visto de Manolete, el otro filósofo del estoicismo taurino al que los 700 kilos de Isleño le abrieron de muerte la femoral una tarde de agosto, 28 años antes de que su mejor sucesor abriera los ojos a la vida . El “Ojitos” de Esperanza Aguirre puede que sea José María Aznar, que la convirtió en ministra, presidenta del Senado y candidata a dirigir la Comunidad madrileña cuando ella ensayaba para la alcaldía de la Villa y Corte; o puede que sea Ignacio González, el “banderillero” encargado de tejer y destejer en las plazas, y decirle a su torera si el morlaco de cada ocasión va mejor o peor por el pitón izquierdo, y si toca echarse la mano atrás y en la cintura para darle tres gaoneras a la embestida, adornarse por chicuelitas, o entrar en la profundidad de la manoletina, incluso llegar al kikirikí que nombrara aquel “Don Pío” especializado en poner nombres a las faenas que realizaban los grandes matadores.

PS.- Para saber de doña “Espe” y motivo de conversación con el torero le proponga que debatan sobre las cornadas y sus efectos. Para empezar me permito colocarles en suerte del debate la muerte de Manolete a las doce horas de su cogida: dicen algunos que no murió por los 20 centímetros de muslo abierto a borbotones de sangre que le causó Isleño al entrar a matar, que las transfusiones que le hicieron por orden del doctor Fernando Garrido sirvieron para compensar la hemorragia y hasta para que se fumara un cigarrillo con sus subalternos; que le mató el suero, el plasma noruego que se llevó desde Madrid el doctor Giménez Guinea. Ponérselo y morir fue todo uno.

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